COLUMNAS DE OPINIÓN
El conocido historiador y politólogo uruguayo Gerardo Caetano fue víctima de una tan brutal como injustificada golpiza por parte de elementos de la Policía Federal brasileña que estaban de servicio en el aeropuerto carioca de Galeâo.
El incidente ya ha sido narrado, por lo que me ahorro volver a contarlo. Destaco, sí, que Caetano tiene lo que diríamos una apariencia “políticamente correcta”; de ninguna manera podría tomarse su aspecto como el de un fanático terrorista, un narco o un loco furioso. Es una persona culta, de modales educados y, como todo uruguayo, seguramente comprende el portugués de Brasil y puede hacerse entender, lo que permite pensar que la agresión fue un acto de brutalidad gratuito, únicamente explicable por el histérico estado de agresión de los federales.
El incidente se hizo público porque el agredido es muy conocido aquí y en el amplio mundo académico, así que de inmediato tuvo repercusiones y hasta la casa presidencial norteña presentó excusas al agredido y se preocupó de hacer notar que nos quieren mucho. Cosa que nadie pone en duda. También se deben querer mucho entre sí, pero los episodios de trato brutal son cosa corriente en Brasil. Y en el mundo, en donde todos se quieren mucho pero las fuerzas policiales golpean y matan en forma alarmante –alarmante, sobre todo, porque la tendencia es que aumente. No hay semana en que las noticias no difundan un video de un episodio de esta naturaleza, tomado por un ocasional testigo, con su celular. Estados Unidos encabeza la lista, y los afroamericanos y chicanos son las víctimas más frecuentes. La gran mayoría son jóvenes y, sobre todo, muchachas adolescentes. Los que integran estas categorías (no pienso discutir aquí su pertinencia) no sólo tienen las mayores posibilidades de ser golpeados brutalmente y puestos en prisión sin ser culpables: tienen 17 veces más posibilidades de ser baleados que un “caucásico”. Sobre todo si es anglosajón, protestante y viste bien.
Son tantas las noticias que refieren a golpizas y maltratos, que han logrado adormecer nuestro sentido crítico, que únicamente se alerta cuando, como en el caso de Caetano, la víctima nos es conocida.
En otras ocasiones he andado rondando el tema, pero hoy me pregunto directamente: ¿es brutalidad aislada, error casual de algunos descentrados o es una cuestión sistémica y aceptada? Creo que solamente divisamos y distinguimos los errores (cuando se equivocan y golpean a quien no deberían, o cuando se dejan filmar), pero que, al contrario de lo que parece, la mentada brutalidad es apenas la manifestación de una necesidad de la sociedad.
La sociedad global en la que hemos venido a concluir con el “fin de la Historia” y la “aldea global” es capitalista; y cuanto más urbana, más capitalista. Y el capitalismo margina e incita. Margina cada vez a más “perdedores”, en la medida en que los que han triunfado cada vez agrandan más su pedazo de torta en detrimento de esos perdedores. Pero no por eso deja de tentarlos a poseer, a consumir, a vivir la vida gastando. Consumiendo desde el vaquero más caro y rumboso (porque hay para todos los gustos), hasta el plasma, el auto y el celular más nuevo, aunque luego lo usen únicamente para mandar mensajitos tontos. La incitación al consumo se ha convertido en una presión obsesionante que actúa como un poderoso estímulo al delito, el camino corto que los marginados tienen hacia el lujo. Ya lo resumió Bertolt Brecht: “Un ladrón no es más que un financista apurado”. Y que usa la metodología a su alcance. Vivimos en una sociedad con permanente deseo de acumular y gastar, y permanente temor a ser agredidos y robados por otros, también poseídos por la fiebre de consumir.
El resultado salta a la vista: nuestra sociedad se ha vuelto agresiva y temerosa. Clamamos por libertad para consumir y por seguridad para que otros, que también quieren consumir, no nos roben, hieran o maten. Y terminamos exigiendo que la Policía nos proteja de esos marginados, pobres, “distintos”, que son una amenaza potencial de la que queremos que se nos libere. En forma más o menos consciente, ponemos la seguridad como primer valor, como exigente reclamo. Y estamos dispuestos a que haya Policía brava. Lo que no queremos es verla en acción. Pero queremos, exigimos, clamamos por que actúe. La primera vez que vino el rey de España, cuando la dictadura, fue limpiado de pobres todo el camino que tenía fijado. Y se los tiraron a Limpieza de la Intendencia, como siempre que no saben qué hacer con algo. Fue entonces que un ilustre pensador vernáculo, “el Yoni” Payssé, entonces intendente, contestó, a quienes le preguntaban qué hacer con ellos, que “pobres, pobrísimos y otras yerbas siempre hubo y siempre habrá”. Que lo que él quería era que el rey no los viera.
¡Excelente resumen!
En este imperio sin fronteras geográficas, sin límites materiales, los limes son sociales y los que los custodian son los policías. Pagamos el precio y cerramos los ojos a la brutalidad que se ejerce a diario, desde la ocupación militar de las favelas a las golpizas a seres anónimos de los cuales casi ni se informa.
Ser pobre es peligroso, ser joven también y, en general, corre peligro el “distinto”, sea por harapiento, sea por su aspecto punk. No queremos al diferente, pero preferimos que no lo golpeen en la puerta de nuestra casa. Si lo matan lejos, si lo encierran con pruebas insuficientes, si lo desaparecen sin que lo veamos, está todo bien. Pero si se da un caso como el de Caetano, nos conmovemos y exigimos castigo y reparación. No por el hecho, sino por su difusión y por la excepcionalidad del error.
Y uno se pregunta: ¿puede extrañarnos que un perro de pelea, entrenado, estimulado y condicionado para la agresión, ataque y muerda hasta la muerte? ¡Si lo preparamos para eso!
Y para eso enseñamos a nuestros policías. Aquí somos chiquitos y el fenómeno es incipiente, pero existe. ¿O nos creemos que los comportamientos son iguales en barrios tan distintos como Pocitos y Cerro Norte?
En los lugares en que el grado de urbanización dual es mayor y en que hay más distancia social entre los barrios residenciales y los marginales, el fenómeno avanzó más. Pero es la manifestación de la misma esencia de la sociedad capitalista que margina e incita simultáneamente. Los inmateriales límites sociales deben ser resguardados por la Policía, que se interpone entre ricos y pobres en esa zona gris de quienes no somos ni lo uno, ni lo otro.
No podemos culpar al perro entrenado para morder, de que muerda; sin embargo, hay que sacrificarlo, ya que no se puede adiestrarlo para que no lo haga. Y no deberíamos culpar al brutal policía que se equivocó y golpeó a quien no debía o donde lo filmaron, ya que lo entrenamos para eso. Su gobierno lo culpará –porque se equivocó y porque se supo– porque es material de fácil reposición: se entrena a otro y no pasa nada. Pero es hipocresía colectiva creer que eso significa que se hizo justicia y se corrigió.
La brutalidad de los custodios del limes social es tan necesaria para el capitalismo como el estímulo salvaje al consumismo y la alimentación incesante del temor. En última instancia, los gobiernos capitalistas no se diferencian demasiado de los “gangsters”: ambos venden protección.
No me pregunten cómo salimos de esta contradicción, porque yo mismo me lo vivo preguntando, sin respuestas. El más generoso intento de una sociedad sin clases terminó teniéndolas, y fue tan brutal como el capitalismo. Pero tendremos que encontrar un camino.
por Eduardo Platero
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